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Publicación de ensayo Revista Unicarta

Publicación en la revista "Unicarta" de la Universidad de Cartagena, Colombia.
https://revistas.unicartagena.edu.co/index.php/revistaunicarta/article/view/3860 


Ojos que hablan: las miradas en Fuera de Lugar, de Martín Kohan

Por María Belén Bordón

El hombre cayó en la calle
Completamente muerto
La especie se desploma así,
verticalmente, sin mayores
complicaciones de estilo.
El drama era hasta allí
mecánicamente neutro, de tres
dimensiones generales.
Pero sopla el viento sobre el difunto
y le arranca papeles inexplicables.
“Caída con enigma”, Joaquín Gianuzzi

El pibe mira al hombre y le aguanta la mirada
Apretados en un subte
Ay, como aguantan la mirada
“La mirada”, Los espíritus

Es posible leer la anteúltima novela del escritor argentino Martin Kohan Fuera de lugar (2016) como un enjambre de acontecimientos atravesados por la mirada. Además de ser uno de los temas centrales de la novela, la mirada es el gran motor de la acción. Para empezar, el narrador es el principal observador: gracias a él, el lector se incluye en la vorágine escópica en la que los hechos van entrelazándose a través de cruces de miradas – o en ciertos casos, ausencia de ellas. A lo largo de la obra van variando de función y de significado.
   Todos los personajes están en constante contacto visual –entre ellos, hacia objetos, hacia fotos, o hacia otro lado para, precisamente, no mirar. Las miradas escudriñan, escrutan, estudian. Marisa y Santiago Correa se encontraron porque “se miraron de mesa a mesa durante el primer desayuno, y eso solo equivalió a un darse cita” (Kohan, 2016:34)[1].
   ¿Quiénes miran? El grupo de adultos que lleva adelante el negocio de las fotos: Lalo, Marisa, Murano, Nitty: miran las fotos, miran a los niños, estudian las formas de cotizar más, saben lo que quieren los compradores, lejanos y anónimos desde el este de Europa (“hay que ver dónde dejaban colgando las manos cuando parecían ya no prestar atención” (32). Santiago Correa, el último socio en incorporarse al asunto, mira a los niños durante las fotos y se excita. Elena, su mujer, lo descubre –otra acepción de mirar es revelar lo oculto, mostrar una verdad (como una foto)- mirando pornografía durante las noches.
   ¿Quiénes no miran? Los nenes, mientras les sacan fotos. Magallán, el sacerdote que saca a los chicos del instituto de menores para las sesiones, no se queda mientras esto sucede (como si no ver lo que hacen lo haría menos culpable, menos cómplice). Alfredo, quebrado por las deudas, considera sumar por única vez a su sobrino a las fotos para conseguir dinero fácil, no obstante, se queda en el auto y no mira lo que le hacen a Guido, quien parece no mirar nada. Cuando empieza a mirar, su mirada se torna un llamado de alerta: una denuncia, un indicador, una señal. La fijación de las pupilas que escudriña a Santiago. La única manera de comunicarse con su hermano: “una especie de línea recta virtual, toda una insinuación de fijeza, un destello de atención prestada, un milagro de detenimiento […] un dedo estirado señalando” (186).
Pasividad y actividad fluctuante
En algunos momentos mirar significa hacer; mientras que en otros significa limitarse a contemplar sin intervenir ni afectar al objeto que es mirado. La tensión entre actividad y pasividad se mantiene permanentemente. Los chicos fotografiados son pasivos –sufren el abuso, la manipulación más perversa- pero también los mismos consumidores del material pornográfico infantil que se jactan de cierta pasividad, puesto que hay una especie de licencia o permisividad en el mirar y en sacar las fotos. Quienes las hacen se asquean del sacerdote, Magallán, porque sospechan que él se aprovecha de los chicos del instituto tocándolos: “Lalo se enfurecía. Seguramente los manoseaba” (25). Son suposiciones que formulan y que les sirven para diferenciar lo que hacen ellos; así se consideran inofensivos, como si retratar no fuese tocar, como si se salvaguardaran en un afuera y fueran ajenos al delito. Es interesante que Barthes[2] piense al dedo como el órgano de la Fotografía-el que dispara- en lugar del ojo: para Barthes hay algo del orden de lo táctil, del volver al otro accesible, tangible a través de la fotografía.
   Para Marisa, la ambientadora de las fotos, ese es el secreto de las tomas, las luces y la disposición de los cuerpos que logra tomar Murano: “los nenitos aparecían ahí, casi como estando al alcance” (31). Pero para ellos no les hacían nada. No los usaban, no los corrompían: “son fotitos, nada más. Puras fotitos” (63). Fotografiar, exponer y objetivar no es efectuar daño alguno para el equipo: “—¿Los tocan, los manosean? —En absoluto, Alfredo querido. Nadie les pone un dedo encima” (63). Para estos personajes, con mirar y mostrar se están manteniendo dentro del límite de la pasividad: no están afectándolos en nada, son “nenes perfectos intocados”.
   Al pensar que es “la fotografía” la que hace de ellos objetos vendibles y atractivos para cierto tipo de consumidores se desligan de toda responsabilidad y culpa. Dejan a los nenes acontecer, jugar, ser nenes; dejan que la cámara los registre espontáneamente y que en esa detención aparezca lo que las hace valiosas. Algo aflora, surge, acontece, algo que está más allá de las intenciones del Operator[3] (o lo piensa así para sentirse menos culpable), algo que los cuerpos de las fotos no explicitan. Solo sugieren, inducen, dan que pensar, provocan sin explicitar. Son conscientes de que las escenas y poses forzosas, antinaturales para la edad de los “varoncitos” no interesan a los compradores: lo que vende es retratarlos distraídos, jugando entre ellos, cómodos en su desnudez.
   Los voyeurs de estas imágenes también se refugian detrás de la pasividad que suponen desde su rol de espectadores: “existe gente que prefiere mil veces ver antes de hacer” (21). Como si consumir pornografía infantil no fuese una verdadera acción, fuese algo nimio, inocente; pero sobre todo preferible antes que tocarlos. En este sentido, el prejuicio que intenta desarticular Rancière[4] entra en conflicto: para él, mirar es hacer, no es un rol pasivo.  Es errado suponer es lo contrario de conocer –porque lo que acontece, las imágenes que aparecen ante el espectador son un armado del cual quien mira no da cuenta- y que está alejado del poder de actuar. Aquí la paradoja de que no puede haber teatro sin espectadores se exacerba al ponerse en relación con la culpa. Los que consumen este tipo de pornografía –por el abuso y la violencia que conllevan- lo esconden, sienten una carga.
   Aquí la mirada es esencial para la excitación: mirando alza el deseo de poseer, de detenerse a escrutar. Pero ese deseo se consume solo con mirar.  La imagen pornográfica funciona así: no hay relato detrás, solo un objeto es iluminado –parafraseando a Barthes-: el sexo. La intención de estas fotos es pura y directa. A esto Barthes lo llama imagen unaria: solo hay studium, es decir, lo que se ve y se muestra, nada hiere ni aparece por azar: las intenciones del Operator son claras. No hay detalle que lastime: no hay punctum[5]. No hay nada erótico porque nada queda librado a la imaginación, todo se muestra sin inmediaciones.
   Cuando el negocio se cae frente a la disponibilidad permanente y gratuita de pornografía de todo tipo y género en internet, Santiago Correa comienza a preocuparse. Teme que las distancias entre la lejana Europa y el litoral argentino se hayan acortado y que de alguna manera se hayan filtrado las fotos de los chicos con él (Santiago se había sumado a las sesiones y el resultado había sido tal como lo ideó Marisa: la tensión sexual entre él y los niños desnudos había aumentado las ganancias). Elena espía a su marido Santiago por las noches (“cualquier distraído es un espiado en potencia”). Santiago mira fotos, videos, anuncios: “veía para descartar, pero para descartar tenía que ver” (100). Su mirada aquí no busca excitación, sino que busca salvarse de posibles acusaciones. Él no sabe que está siendo observado. Ella sabe lo que él está mirando, pero no hace nada. Siguiendo a Rancière, sí está haciendo algo; pero además de mirar, no hace nada. No reacciona, no interrumpe, no se indigna, no le pregunta a su marido por qué está mirando obscenidades a la madrugada. Las noches de Elena se tiñen de la consciencia de saber que su marido está en la otra habitación, haciendo lo, hasta el momento, inimaginable. El narrador, aquí, se ausenta: no dice qué siente Elena, qué piensa, si hace algo con su descubrimiento.
La construcción de otro en la imagen y en el relato
El narrador cuenta todo lo que hay en las fotos. Niños desnudos. Niños desnudos montando a pelo un caballo al aire libre. Luego, niños desnudos con un hombre adulto desnudo. Nada de esto es excitante (es aberrante, en mi opinión, desde mi percepción). Ni siquiera los que las realizan lo consideran así, pero saben que pueden ser considerados de esa forma. ¿Qué los vuelve excitantes? La mirada de quienes las compran, quienes las miran y de eso gozan –Barthes diría: el punctum es definido por el Spectator[6]-dentro de un contexto de recepción y de circulación específico: “los ojos lúbricos de esos rusos, albaneses, letonios, ucranianos o lo que fuera” (64). La acción de disparar una foto convierte al otro en alguien distinto a quien era antes de ser capturado. Barthes dice que ocurre una transformación en ese instante[7]: no hay manera de seguir siendo la misma persona a consciencia de que hay un lente, un Operator al acecho: automáticamente, algo se intenta construir: En este caso, los chicos despojados de sus ropas e inmersos en su inocencia son objetivizados, cristalizados en fotos destinadas a excitar mentes perversas.  
   Los chicos de las fotos llevan la objetivación –de la que habla Barthes- al extremo, así como Guido lleva la pasividad a su máxima expresión.
El espectador puesto en escena
Con Guido pasa algo distinto que con los otros niños. Guido no reacciona, no habla. No comunica ni expresa. Nunca lo hizo y no hay manera de saber si algún día podrá hacerlo. En Guido la pasividad es tanto su estado natural como una característica que sorprende a todos. No solo es sujeto-objeto de la foto, en palabras de Barthes –con una tendencia y exposición a ser objetivizado como los otros chicos- sino que parece ser siempre objeto, aun antes de ser encuadrado por una cámara. Hay que desvestirlo, hay que darle de comer, hay que controlar que mastique. Hay que cerciorarse de que sigue respirando. Hay que moverlo como aun cuerpo tieso, muerto. Por sí solo no atenta a llevar a cabo ninguna acción. Ni siquiera cuando mira parece que está mirando: parece que su forma de mirar es una forma de no hacer nada. Es más espectador que cualquier otro porque es espectador todo el tiempo. No hace falta que esté mirando algo para que dé la sensación de permanecer en la inactividad absoluta.
Novela que deviene foto
El lector también mira: es inevitable sentir que las frívolas descripciones del narrador no equivalen a la acción de observar, detenerse y pasar de foto a foto. El narrador cuenta con exceso de detalles las fotos de los chicos. No goza ni adolece. Narra lo que ve, como si él estuviese mirando un álbum o scrolleando una página de internet donde están publicadas. El narrador da cuenta del studium con la mayor inmutabilidad y yo, como lectora, veo lo que leo. En estos pasajes, la descripción abundante y profunda del narrador es una mirada pornográfica: no escatima en detalles, insiste, abruma con las nimiedades. Al describir las fotos de los chicos –las sesiones y el detrás de escena- toma una posición indolente: suspende todo juicio, no hay juzgamiento. La imagen se me vuelve intolerable[8], en términos de Rancière. No tolero lo que veo: quiero cerrar el libro, cerrar el álbum, cerrar el navegador. Quiero dejar de ver.
   Las descripciones de narrador son excesivas y detallistas. Desde lo dicho acerca de las fotos hasta la manera de narrar las condiciones del cuerpo muerto de Alfredo se puede concluir en que esa obscenidad, esa hipérbole, esa centralidad no buscan seducir ni insinuar. Es pura exhibición que busca producir un efecto, tal como la pornografía: la excitación o el asco.
   El narrador va dejando casi imperceptibles pistas, va construyendo relatos por debajo de la superficie constantemente. Muy al comienzo anuncia que “cualquier distraído es un espiado en potencia” (10), afirmación posible de relacionar con la inestable actitud –e impredecible- de Elena.  Esos cabos no se atan, se dejan sueltos. ¿Será posible pensar que en estos vacíos, la narración pierde el tono pornográfico y se vuelca hacia lo erótico? Porque, si lo erótico se opone a lo pornográfico (el primero sugiere, invita a una experiencia de entrega y disfrute de cuerpo y alma con el otro[9]; mientras que el segundo toma al sexo como un fetiche, una cosa expuesta y mundana, sin aspiraciones de alcanzar alguna trascendencia) sería posible pensar que cuando el narrador omite, desliza, muestra pero no del todo, cuenta fragmentariamente, abandona, durante algunos pasajes, la intención de abusar de detalles y mostrar la completitud. La pregunta es: estas indeterminaciones en el relato, estas tensiones entre lo dicho y no lo dicho[10], lo visible y lo oculto, ¿inducen a un punctum?
La amenaza
Santiago Correa, el perverso, teme a la memoria. Teme que todo quede registrado: “no le agradaba esto de ahora: que todo quedara, que nada desapareciera” (113). A Santiago le preocupa que Guido recuerde, por eso se queda tranquilo cuando le aseguran que no hay manera de saber si tiene la capacidad de recordar. No obstante, lo que lo acecha –y lo que podría perjudicarlo- es el almacenamiento: en este caso, el historial de la computadora. Ese es su principal enemigo. Y el que él ignora por completo. El narrador sugiere que Elena podría manipular esos datos, pero no cuenta nada más: lo omite (decide no mirar, o no contar). ¿Es voluntario o involuntario este silencio, esta elipsis? ¿Por qué el narrador decide no contar las intenciones de Elena? Su personaje se nos muestra opaco: no podemos descifrar por qué cubre a Santiago, por qué manda a matar a Marcelo (si es que es su orden). Aquí se percibe la pensatividad de la imagen –en este caso, del relato- de la que habla Rancière: esta indeterminación que produce que el sentido no pueda asignársele a una intención del narrador (el que produce el relato, que aquí equivale al Operator) ni a una interpretación del que lee (el lector/Spectator), porque justamente esos saltos e imprecisiones anulan toda relación objetiva.
   El casino de Ciudadela al que va Marcelo a buscar posibles pistas o indicios sobre la muerte de su tío representa un lugar donde las miradas también tienen su mecánica, pero además, recordar significa un riesgo. Allí funciona el “verse pero no mirarse, saber pero no preguntar, reconocerse pero pasarse por alto, darse cuenta siempre de todo pero no fijarse nunca en nada” (137-138). Este lugar reúne desesperados, avergonzados, malintencionados. Es un lugar donde la complicidad y la reserva son seguras, develar, observar, fijar la mirada puede dar inconvenientes -como cuando se sabe que se está mirando algo inoportuno, obsceno.
   Mirar lo que no se debe conlleva su pena. Se castiga. Como –podría pensarse- que le pasa a Marcelo. La escena de su asesinato es desorbitante. Nuevamente surge la pregunta: ¿lo asesinaron bajo órdenes de Elena? Imposible saberlo con certeza. El final de la historia es pensativo. Como precursor, o advertencia, el narrador cuenta, mucho antes en el relato y al pasar, que al papá de los Ranitas, los repartidores de los dulces de Elena –que había muerto hace unos años en la ruta- dio el golpe de gracia por el cuarto tiro: “el que le entró por el ojo derecho fue el que decidió todo” (84).
Bibliografía
Barthes, Roland (2004). La cámara lúcida, Argentina y Uruguay, Paidós Comunicación.
Bataille, Georges (2010). El erotismo, Buenos Aires, Tusquets.
Kohan, Martín (2016). Fuera de lugar, Barcelona, Anagrama.
Ranciére, Jaques (2010), “El espectador emancipado”, “La imagen intolerable” y “La imagen pensativa” en El espectador emancipado, Bue

[1] A partir de esta cita, en todos los casos en los que se cite la novela solo se consignará el número de página.

[2] En el capítulo “Aquel que es fotografiado”, en La cámara lúcida, Paidós, 2004.
[3] Roland Barthes designa al fotógrafo como el Operator en La cámara lúcida.
[4] En “El espectador emancipado” del libro homónimo, Manantial, 2010.
[5] El punctum es “un detalle que me atrae o me lastima” (Barthes, 76). Es lo que no logra codificarse en la foto, a diferencia del studium.
[6] Así define Barthes al espectador, al que mira las fotos.
[7] “Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte” (Barthes, 2004, 41-42).
[8] Para Rancière, la categoría de “intolerable” debe pensarse con relación al contexto de representación del dispositivo imagen. La imagen nunca va sola, sino que su visibilidad es regulada y dispuesta por un ordenamiento de lo sensible que habilita determinadas percepciones.  Existe, alrededor, un sentido común de datos sensibles que hacen compartibles ciertas experiencias (y otras, extrañas, dolorosas).
[9] Ver El erotismo, de Georges Bataille.
[10] Como crítica a Barthes, Rancière propone pensar estas tensiones entre lo intencional y lo no intencional en la categoría de la pensatividad (ver “La imagen pensativa”, en El espectador emancipado).
Publicación de ensayo Revista Unicarta
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